
Aye
La contienda
El cuarto estaba en penumbra, una lámpara arrojaba una copiosa y puntual dosis de luz sobre el escritorio, pero apenas alcanzaba tenuemente los demás ángulos del aposento. Un par de sillas, un enorme sillón de pana y un catre eran, junto con la consola, todo el mobiliario que poblaba aquel austero lugar de faena. Él estaba ahí sentado en un taburete, de espaldas a la ventana cerrada. Pasaban los segundos, los minutos, las horas, y él seguía sentado ahí, frente a ella, mirando su blanquísima desnudez, de un lado y del otro; invocando estúpidamente algún pretexto para ser el primero y el último que colonizara su inmaculado cuerpo. Escudriñaba atento, insolente, entre sus poros tersos y uniformes; de tanto en tanto deslizaba la yema de los dedos sobre su aterciopelada textura y la acercaba de a tirones hacia su rostro, que comenzaba a perturbarse. Aspiraba su aroma indescifrable tratando inútilmente de hallar un estímulo, la presionaba contra su ceño mientras mascullaba algún improperio… hasta que la soltó y la dejó desplomarse sobre la mesa desierta con un inconsciente ademán de rechazo visceral. Se levantó nervioso y dio unas vueltas por la habitación. Cuando se detuvo, observó un punto fijo en el cielo raso durante un buen rato, procurando conciliar sus pensamientos embarullados. Encendió trémulo un cigarrillo y lo fumó de tres bocanadas. Luego abrió los postigos de par en par, permitiendo que las esporádicas e impetuosas ráfagas removieran el aire corrompido del ambiente. Escrutó aquel exterior luminoso que se destapaba desde la ventana y por un instante creyó recordar algo que le restituyó el afán de cumplir con su empresa. Pronto advirtió el dislate que se le acababa de ocurrir y profirió una carcajada, mezcla de irónica, displicente y vulgar. De inmediato, con una expresión incontenible de fastidio en su semblante, dirigió la vista al mismo punto fijo en el cielo raso. Cuando hubo reaccionado de aquella fútil abstracción, cayó en la cuenta de que había transcurrido otra media hora preciosa, y de que ella aún lo esperaba, mansa en un rincón, para que él se explayara a gusto y la hiciera suya en una ceremonia espontánea y elemental. Pero la simple idea de la necesidad de una idea simple, lo devolvía a su original y exasperante irresolución. Se sintió maniatado, desnudo él, inerme y estéril, incapaz de dar el primer paso por una falta de imaginación atroz. Se negó a abandonar cobardemente el desafío. Entonces, furioso, la tomó con violencia entre ambas manos, la hizo un bollo, la estiró de repente y por último la destrozó en pedacitos que quedaron desparramados sobre el escritorio.
De todos modos, la hoja en blanco ya lo había derrotado.
Contacto (Ana Ayelén Martínez)
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